En mi vida había oído a una mujer chillar así; de repente,
me di cuenta de que me corría en los calzoncillos; fue una sacudida como no la
había sentido nunca, pero tuve miedo de que viniera alguien. Encendí una
cerilla y vi que sangraba a chorro. Entonces me puse a golpearla, al principio
sólo con el puño derecho, en la mandíbula, oía cómo se le iban quebrando los
dientes y seguía golpeando, quería que dejara de gritar. Pegué más fuerte y
luego recogí su falda, se la metí en la boca y me senté encima de su cabeza. Se
revolvía como una lombriz. Nunca hubiera imaginado que tuviera tanto apego a la
vida; hizo un movimiento tan violento que pensé que el antebrazo izquierdo se
me desgajaba; me di cuenta de que estaba tan fuera de mí que la habría despellejado;
entonces me levanté para rematarla a patadas y le puse el zapato en la garganta
y me apoyé con todo mi peso. Cuando dejó de moverse sentí que me corría otra
vez. Ahora me temblaban las rodillas, y tenía miedo de desvanecerme.
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