Nosotros
quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su
culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación. (…)
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación. (…)
Desde
este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente
lógico y natural. Es un hecho perfecto.
Los
despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él
me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba,
con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva
precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la
tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de
¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que
aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé
mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce.
No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón
para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro
estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la
cabeza achatada de animal.
—Ahora
hay que ahorcarlo rápido —dijo Gustavo.
—Con un alambre —dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.
—Y
adiós Stroppani ¡vamos! —dije yo.
Remontamos
el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de
un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos
del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.
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